Medicina legal: Prescripción y transcripción de medicamentos y/o solicitud de estudios complementarios.
Dr.Alejandro A. Bevaqua, Especialista Jerarquizado en Medicina Legal
http://www.intramed.net/79831
Sólo los médicos podemos prescribir un tratamiento -farmacológico o no- y sólo podemos hacerlo luego de haber examinado al paciente y visto, también por nosotros mismos, los eventuales resultados de exámenes complementarios solicitados de nuestro puño y letra; es decir, resulta inadmisible e indefendible, desde cualquier perspectiva ética o legal, la denominada “receta de pasillo” o “receta de favor” o la solicitud de estudios -muchas veces con riesgo intrínseco cierto- sin haber examinado nosotros mismos al paciente y haber conversado con él las diferentes alternativas y los eventuales peligros, es decir, en breve, luego de realizar, a conciencia, un verdadero acto médico.
Documentación médica y responsabilidad profesional concurrente
Como hemos sostenido en otras oportunidades, la Medicina Legal (ML) es la especialidad médica que se encarga, en esencia, de asesorar a los hombres y mujeres del foro sobre aquellas cuestiones médicas que se debaten en el campo del Derecho tal como las (mal) denominadas, aunque cada vez más frecuentes, demandas por mala praxis.
Sin embargo, estamos creídos que el consejo del médico especializado en ML puede y debe extenderse, con mucho más fundamento y sentido práctico, a los profesionales de la salud como la herramienta defensiva más útil en la prevención de demandas por responsabilidad profesional; sostenemos enfáticamente, sin temor a error, que el desconocimiento de los derechos y obligaciones tanto de médicos cuanto de pacientes contribuye a aumentar el número de demandas contra los profesionales de la salud y a agravar los episodios de violencia --física y/o verbal-- contra estos. La ignorancia es uno de los pilares de la mala relación entre los galenos y sus asistidos. Por lo antepuesto, la enseñanza de la Deontología y Diceología Médica debiera ser obligatoria tanto en pre como en postgrado.
Resulta por tanto beneficioso el consejo oportuno y preventivo del especialista en Medicina Legal para el buen desempeño de la actividad asistencial cotidiana tanto en hospitales, sanatorios y clínicas cuanto en los consultorios particulares. Alfredo Achával, con quien concordamos plenamente, hace referencia a la capital importancia de la totalidad de los documentos que se suscitan durante una atención médica, sea esta ambulatoria, en internación o en ambas de manera sucesiva. Se engloba bajo el nombre de documentación médica, entre varios otros, a las recetas que coronan el final de una asistencia determinada, siendo lo prescripto el resumen de las conclusiones que de ese acto asistencial emergen.
Dentro del amplio tema de los documentos médicos, la receta, esto es, la prescripción escrita, firmada y sellada que realiza un facultativo debidamente habilitado para el ejercicio de su profesión, y que puede incluir tanto diversos fármacos cuanto medidas no farmacológicas de tratamiento de una patología dada, o de una asociación de ellas, es quizás uno de los más reconocidos como tal por sus implicancias tanto terapéuticas cuanto legales. Dos datos son interesantes de resaltar en este momento:
1) El monopolio que tenemos los profesionales de la salud para la prescripción.
2) El hecho de que dicha prescripción -según lo determinado por el Consejo Superior del Colegio de Médicos de la Pcia. de Buenos Aires- forma parte indisoluble del acto médico y no puede ser escindida del mismo.
Puesto en términos más sencillos -y en el terreno de lo ideal- sólo los médicos podemos prescribir un tratamiento -farmacológico o no- y sólo podemos hacerlo luego de haber examinado al paciente y visto, también por nosotros mismos, los eventuales resultados de exámenes complementarios solicitados de nuestro puño y letra; es decir, resulta inadmisible e indefendible, desde cualquier perspectiva ética o legal, la denominada “receta de pasillo” o “receta de favor” o la solicitud de estudios -muchas veces con riesgo intrínseco cierto- sin haber examinado nosotros mismos al paciente y haber conversado con él las diferentes alternativas y los eventuales peligros, es decir, en breve, luego de realizar, a conciencia, un verdadero acto médico.
Y es aquí donde la cuestión que venimos a plantear entronca, de manera directa, con la de responsabilidad profesional en relación a los denominados “médicos de cabecera”, modalidad a la que tienden hoy numerosas obras sociales y mutuales de nuestro país, siendo la principal de estas el INSSJP, más conocido por sus siglas PAMI, y sobre cuyo esquema de funcionamiento basamos estas líneas, aunque las mismas son extensivas a toda otra obra social o mutual que trabaje con el mismo sistema. La elección de esta obra social como ejemplo no es caprichosa: es una de las más numerosas a nivel nacional y sus afiliados, por razones propias de edad, son generalmente poli-medicados, con patología multi-orgánica y requieren alto número de estudios complementarios. Así pues, los usuarios de la obra social de referencia devienen -por sus particulares características- ejemplo ideal para pensar el tema que nos hemos propuesto.
El concepto mismo de “médico de cabecera” implica un honor y una responsabilidad para el profesional; ser elegido como facultativo a cargo de la salud de una persona, o de un grupo de ellas, es una cuestión para nada menor, muy diferente a la de aquel médico que atiende esporádicamente a una persona, sin tener continuidad ni profundidad en la asistencia brindada. El ejemplo más común en contrario -con todo el respeto que estos esforzados galenos merecen- es el del médico de guardia.
La responsabilidad del médico de cabecera, o de familia según se prefiera, va más allá del acto médico puntual, aislado y que, como tal, puede ser pasible de algún error por desconocimiento acabado de la historia misma del paciente; ello es (cuasi) inadmisible en el médico de cabecera.
Sin embargo, mientras los médicos jaqueados por magros honorarios tienden a minimizar la importancia de su tarea en este campo de la asistencia primaria, los pacientes, a su vez, se inclinan quizás a menospreciar a estos galenos presumiéndolos inferiores en su saber a los especialistas en diversas áreas (lo que seguramente ha de ser cierto en algún punto) y, por ello, estiman su consejo en menor valía; finalmente, muchas obras sociales y mutuales tienden a utilizar los servicios de los médicos de cabecera más que para brindar una debida asistencia a sus afiliados, como buffer para amortiguar la inmensa cantidad de estudios solicitados por infinidad de especialistas desconectados entre sí, y para ejercer una suerte de control sobre las prescripciones que estos, aisladamente, cada uno en su campo de conocimiento, realizan.
Por supuesto, la idea primordial no parece ser el control de la salud y la íntegra asistencia de los pacientes sino el control del gasto en salud. En medio de este caos, con cápitas supernumerarias tratando de alcanzar un ingreso medianamente digno, los médicos de cabecera suelen recurrir a los servicios de inteligentes y eficientes secretarias, delegando en ellas la mayor parte de dicho trabajo administrativo: transcripción de recetas y de pedidos de estudios realizados por otros facultativos.
Ello implica, de suyo, varios factores de riesgo para los galenos que merecen conocerse y debatirse:
1) Se pierde el contacto entre médico y paciente, reemplazándose éste por una mayor relación secretaria-paciente.
2) Se cede a esta/s empleada/s el uso de la firma y el sello del galeno.
3) El médico de cabecera acaba realizando -per se o por interpósita persona- un trabajo administrativo para otro colega, desvirtuando así su propia tarea asistencial y menoscabando su orgullo.
4) Se pierde el control de lo prescripto y la posibilidad de detectar errores de tratamiento o en la solicitud de estudios -muchos de ellos potencialmente peligrosos- derivando la responsabilidad de tales errores ya no necesariamente al prescriptor original sino, a nuestro entender, al transcriptor (aunque éste adujera luego que el “trámite” lo realizó su secretaria y no él mismo, estaría confesando otro injusto cual es la cesión de título a un tercero).
El conocimiento, como bien señala el Dr. Daniel Flichtentrei (Flichtentrei, D. "Saber crea obligaciones" - IntraMed Journal 2012 / Volumen I - Numero 3) y genera no sólo una responsabilidad social sino, además, una legal, no menos importante que la primera e inescindible de ella. El saber en sí, si no tamizado a través del pensamiento propio junto a la reflexión sobre la práctica cotidiana, puede ser más dañino que beneficioso, y ese daño afectará sin duda tanto a los pacientes (la sociedad) cuanto al profesional mismo (el individuo). Así pues, la introspección sobre las posibles consecuencias legales adversas de nuestros actos, se impone con fuerza; no actuar en tal sentido puede acarrearnos nefastas secuelas jurídicas, emocionales y patrimoniales, contribuyendo todas ellas, aún más, al síndrome de burn out profesional.
Y nunca más cierto que catalogar al médico, en el marco de la relación médico paciente, como “el individuo” toda vez que la responsabilidad legal profesional es intransferible y se responde ante la Ley como sujeto y no como conjunto de ellos.
Pongamos un ejemplo tomado, sin esfuerzo alguno, de la práctica cotidiana de los médicos de cabecera: un colega especializado en cardiología asiste a un paciente de nuestra cápita -portador de una insuficiencia renal crónica- que le fue “derivado” en consulta a pedido del propio enfermo y con la planilla cumplimentada por nuestra secretaria.
Este facultativo, sobrecargado de tareas y desconociendo parte de la historia vital del paciente, por error, cansancio, impericia o la causa que se quiera aducir, le prescribe beta bloqueantes para su hipertensión. Sabido es que estas drogas favorecen la salida de potasio de la célula y tienen, luego, tendencia a la hiperpotasemia.
El paciente, ajeno obviamente a estos los posibles efectos adversos de su nueva medicación, concurre con esta “prescripción” a (la secretaria de) su médico de cabecera para que se le autorice la medicación a través de la obra social. La secretaria “transcribe” la receta y el paciente inicia el tratamiento que le desencadena una hiperkalemia severa que requiere internación por el riesgo vital.
Definimos, antes de continuar, el concepto de prescripción entendiendo por tal la indicación formal de un tratamiento farmacológico o no, o el pedido de un estudio complementario, realizado por un facultativo debidamente habilitado para ello y que dicho pedido puede, por sí mismo, ser surtido en la farmacia o realizado en el lugar que corresponda sin intervención alguna de otro facultativo actuante como intermediario.
Pensamos el concepto de transcripción como el acto mediante el cual un facultativo (hacemos abstracción, para estas líneas, de la función de los médicos auditores) avala, convalida o autoriza, mediante su firma en un formulario específico, la indicación farmacológica o de estudios complementarios solicitada por otro colega que no atiende directamente a la obra social del paciente o que, por comodidad o cualquier otra causa, decide no complementar dichos formularios derivando al paciente para que sea su médico de cabecera quien se ocupe de tal tema.
Corresponde ya en este punto preguntarnos -y preguntar a los atentos lectores-: ¿de quién es la responsabilidad del error cometido en el ejemplo citado anteriormente? ¿Del primer facultativo (el reputado especialista), del segundo galeno (el médico de cabecera) o de ambos? Y en todo caso, de ser la culpa repartida, ¿Quién tiene mayor cuota de responsabilidad: el imperito (permítasenos este término para designar genéricamente al que cometiera el error) o el negligente que prestó su firma y sello a una empleada administrativa o que transcribió, sin más, lo indicado por otro facultativo? ¿El que comete el primer error o el que lo convalida sin más? ¿Cabe al médico de cabecera mayor cuota de responsabilidad que al especialista? En este caso, es nuestro parecer que sí.
La realidad es que ninguno de los galenos -repito: ninguno de ellos- aunque por distintas causas, parece haber prestado debida asistencia al paciente (recuérdese que asistencia, asistir, deriva de ad-sistere: sentarse al lado de; detenerse junto a). La atención de los pacientes -la verdadera atención, la asistencia en su más pura acepción- implica tiempo, quizás el bien más escaso en el siglo XXI. En nuestro (si se quiere, burdo) ejemplo, ninguno de los colegas -con seguridad el de cabecera, el que tenía quizás mayor obligación de hacerlo, no- parece haberse detenido lo suficiente junto al paciente para analizar con él, de común acuerdo, las diversas alternativas para el mejor cuidado de su salud, para analizar cada prescripción por separado y las eventuales interacciones entre todos los fármacos, etc. Es decir, no se cumplió, en ninguno de los dos casos, un verdadero acto médico, ni se dio participación acabada al paciente para obtener su consentimiento informado.
He aquí, luego, un acabado ejemplo de verdadera mala praxis, indefendible ante los estrados judiciales si descontamos una cuestión de nefasto corporativismo.
Ahora bien: mientras los médicos aceptemos esta forma de trabajo capitado con aranceles tan bajos que obligan al profesional a sobrecargar su nómina de pacientes; mientras no asistamos verdaderamente a estos pacientes convirtiéndolos en meros clientes; mientras aceptemos pasivamente denigrar el concepto de médico de cabecera o médico de familia para convertirnos en simples transcriptores de recetas o pedidos de estudios de terceros, etc., estaremos, día a día, hora a hora, arriesgando nuestro buen nombre y honor, nuestra salud física y psíquica y nuestro patrimonio.
Es tiempo pues de ponerse los pantalones largos, tomar nosotros mismos las riendas de nuestra profesión y sentarnos a discutir seriamente, con fundamentos éticos, científicos y legales, los alcances de la idea de médico de cabecera y de atención primaria de la salud.
Estamos convencidos que esta sería una forma adulta y responsable de brindar accesibilidad a la atención de la salud a una buena proporción de la población (el universal es sólo una quimera), y buena calidad prestacional a los pacientes, a costos más accesibles.
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